Él sabía que me iba a enamorar. El amor llega donde no lo llaman. Aparece en forma de mujer, de palabras, de situaciones, de miradas, de ancianos, de niños. Y cuando toma esta última forma, devasta. Es una representación frágil, inocente, llena de sueños, de sonrisas, de euforia, o debería serlo. A mí me conmueve, tal vez porque es algo a lo que todo adulto desea volver. Ocho años tenía cuando lo vi por primera vez. A esa edad se quiere volar por el mundo, pero Jonny, Jonny a sus ocho años quería irse de él, de su mundo. Estaba allí sentado, apareció, como el amor que no se llama, pero llega. Un viajero al cual sus ocho años no dejaron ir lejos, pero le permitieron llegar hasta mí. Tuve suerte. Tomó mi silla en aquel restaurante donde el destino me puso aquel día, y se sentó. No, no se sentó, se aferró a aquel mueble, como un náufrago se agarra a un pedazo de madera intentando salvarse luego de una colisión. Luego de ver detenidamente a mi usurpador de mirada clavada en el piso,
sudor, lágrimas, saliva y sangre.