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Mostrando entradas de 2017

La muerte no apaga sus sueños

Una vieja patineta aguantaba su pierna izquierda engarrotada por el tumor maligno que parecía explotar en la rodilla. En aquella tabla carcomida y áspera, Stephany Roha también depositó sus esperanzas.  La punzada del cáncer le atravesó el alma cuando tenía 18 años. El osteosarcoma no solo la lastimaba con las descargas del más penetrante de los dolores físicos, también le dio una estocada a su sueño de ser modelo y bailarina.  El 10 de octubre de 2015, cada sílaba de la palabra ‘amputación’ fue un estruendo ensordecedor en los oídos de la guayaquileña, de 20 años. Rechazó el primer diagnóstico y no le importó el calvario que significaba el nódulo que crecía en su extremidad y la deformaba. Estuvo dispuesta a soportar las náuseas, vómitos, falta de apetito, debilidad y el mal humor que le dejaban las sesiones de quimioterapias, que en primera instancia se presentaron como un halo de esperanza que la alejaría de la mutilación.  Incluso mucho antes de saber que el cáncer debilitaba

Dos sexos en una sola persona

Se sentía una rata de laboratorio. El urólogo, a quien había contactado para confiarle su secreto, convocó a sus alumnos de medicina para que presenciaran el chequeo, que se suponía era privado.  Natalia tenía vagina, pero dentro de su vientre había dos testículos en lugar de ovarios. Está segura de que, tras haberle confesado que era intersexual, el galeno convirtió la cita médica en la exhibición de un "fenómeno".  En cuanto entró al consultorio de aquel hospital, situado en el norte de Guayaquil, la joven, que en ese entonces tenía 19 años, chocó contra una veintena de ojos que la recorrían de los pies a la cabeza. Sabía que esperaban a que se desnudara para ver si entre las piernas tenía dos genitales o un "aparato mixto", una característica propia de algunas clases de intersexualidad. Pero en su caso no era así. Natalia forma parte del tipo 46 XY, es decir, que tiene vagina, pero sus cromosomas son masculinos.  También posee un útero atrofiado. Jamás ha

La vejez trans huele a soledad

Una sonrisa amplia  acentúa aún más los surcos que la vejez han tallado en su rostro cuando revela que tiene 67 años. Es transgénero femenina y, al haber alcanzado esa cifra, puede considerarse una superviviente. La edad de Claudia, cuyo nombre de nacimiento y con el que se enfrenta al mundo es Ismael Yagual, duplica a la del promedio de vida de las mujeres trans en Latinoamérica, que no supera los 35 años. La pena marchita su rostro masculino, en el que extiende el maquillaje con menos frecuencia que antes. Con cada paso que da hacia la vejez, deja atrás a la mujer que desde hace algunos años aparece solo en el desfile del Orgullo Gay o la que fantasea en la soledad de su hogar, usando atrevidos baby dolls que dejan entrever a su piel ajada. Fuera de la puerta de su casa, en la que tintinean las campanillas de un atrapasueños cada que alguien entra o sale, es  Ismael. Su apariencia masculina le ha servido para combatir el dolor de la discriminación. Las cifras que la Comisió

Canoa olía a muerto

El viento que llega del mar alivia el fogaje, pero se siente como un puñetazo en la nariz. Canoa era un infierno la mañana del 18 de abril del 2016. No solo por los rayos solares que tostaban la piel y la empapaban de sudor, sino por la pestilencia fúnebre, que a ratos, la brisa alborotaba.  Los escasos moradores que pululaban en lo que fue una de las zonas más turísticas de Manabí, aquel día convertida en una escena del cuento de terror más escalofriante, atribuían la peste a los cadáveres que se cocinaban bajo toneladas de concreto y que hasta esa tarde no habían sido rescatados.  El olor putrefacto, que laceraba las fosas nasales, hizo que la familia de Elba Farías recogiera las pertenencias que no fueron afectadas por el terremoto de 7,8 que sacudió al país el 16 de abril del 2016, y las llevara a un terreno junto al cementerio del pueblo, situado en la parte alta de la comunidad del cantón San Vicente. "Como el sol está fuerte, no íbamos a aguantar la pestilencia"

Un túnel hacia la vida en Calceta

Camina a paso lento entre lo que fue una estructura de cuatro pisos y se detiene en un túnel. Mira la abertura formada por trozos de hormigón y puntiagudos vidrios y no puede creer que haya salido arrastrándose por allí. Lo último que recuerda la madre Marlene Pozo, antes de que la losa que cubría la cocina de la unidad educativa Mercedes, en Calceta, le cayera encima, es que se tomó de las manos con la hermana Matilde y empezó a rezar en voz alta.  Segundos después, su cuerpo estaba aprisionado entre el techo y el piso y lo único que hizo fue pedirle ayuda a Dios. "Señor Jesús, llévame tú de la mano y haz que se abra todo para yo poder salir con bien", recuerda que pronunció con la voz temblorosa por el pánico y luego oyó la voz desesperada de Matilde, que le pedía que no la dejara morir, que tenía las piernas atrapadas entre las toneladas de concreto.  Su mirada recorrió desesperada todo lo que la rodeaba y miró una especie de tubería que se había formado entre los es

Una luz en medio de las tinieblas

El escenario era devastador. Pero entre las toneladas de escombros y montañas de dolor que poblaron las calles de Portoviejo, un milagro apareció entre la desolación y el llanto. Su pequeño cuerpecito estaba desnudo y ceniciento, pero a primera vista, intacto. Lo primero que hizo la niña, de aproximadamente 4 años, tras ser liberada de su prisión de fierros, pedazos de cemento y enseres inservibles, fue mover su manito y saludar a las decenas de personas que vieron su rescate y no daban crédito de que aquel angelito estuviera vivo. Ella aguantó más de doce horas bajo las paredes de lo que fue un enorme edificio, conformado por casi 10 departamentos y donde funcionaba una farmacia en la avenida Guayaquil y Rocafuerte, de Portoviejo. La capital manabita fue azotada, a las 18:58 del sábado 16 de abril de 2016, por un terremoto de 7,8 grados en la escala de Richter que dejó más de 670 muertos y millones de dólares en pérdidas materiales. La niña salió ilesa a las 08:30 del domingo

Chongos se apagaron en Buena Fe

El fuerte olor a orina fermentada por el licor empezó a disiparse de la calle Miguel Méndez y sus intersecciones, desde el  2 de diciembre. Aquel viernes de 2016 murió la diversión carnal para los adultos buenafecinos. Los borrachitos que salían de los prostíbulos, ubicados en esa zona residencial de Buena Fe, bañaban las paredes con la fetidez que, para el último viernes de enero, había desaparecido.  A más de tres meses de la clausura de los seis nights clubs que quedaban en el centro de este cantón de la provincia de Los Ríos, el choque de las gotas de lluvia contra el pavimento levantaban un fresco vaho mohoso de la tierra mojada. La quietud había vuelto con el cierre de los lupanares.  ‘Mariela’ empinaba su nariz para disfrutar de la humedad. Ya no temía chocarse contra el tufo de vómito seco, de cigarrillo, o de la cerveza regada que dejaban los fiesteros más porfiados en su portal esquinero. Allí llegaban a ‘rematar’ cuando les cerraban los chongos y eso la obligó a invert

Sexo, sudor y tráileres

Las mejillas de Cristina parecían un semáforo en rojo. Era una noche calurosa, pero el sofocante bochorno decembrino de Buena Fe no era el que encendía su rostro. La vergüenza y el terror la quemaban y convertían a sus poros en cascadas de sudor. De sus cinco años como prostituta, era la primera vez que la colombiana abría sus piernas dentro de la cabina de un tráiler.  El bamboleo de su cuerpo, los gemidos, las convulsiones de la faena amatoria y la transpiración que empapaba su piel blanca hacían del estrecho cuartito móvil una olla a presión ruidosa. Un sauna a diésel al que se había metido por desesperación.  Llegó al país hace siete años y luego de recorrer siete ciudades, se estableció en este cantón de la provincia de Los Ríos. Estaba contenta, le gustaba la ciudad. Pero la felicidad le duró poco a la rubia treintañera. Cuando tenía dos meses de prestar sus servicios sexuales en uno de los seis prostíbulos ubicados en el centro de esa localidad tropical, estos fueron claus

Sicarios rezan por sus ‘vueltas’ a ‘San Pablito’

Ojeó en silencio las letras grabadas en el mármol oscuro, esperó unos segundos y declamó cada nombre y apellido con tono elevado y ceremonioso: "Pablo Emilio Escobar Gaviria".  Lina María Pacheco asintió satisfecha y se agachó para rozar con la punta de los dedos la superficie fría y verdosa de la lápida, donde reposan los restos del narcotraficante más poderoso de la mafia colombiana.  El trayecto que dibujaron sus yemas ya lo habían recorrido, en 2014, las narices hambrientas de dos adolescentes que se grabaron esnifando cocaína, la droga que convirtió en una siniestra leyenda a quien yace bajo tierra desde el 3 de diciembre de 1993.  Era la primera vez que la mujer visitaba la tumba de ‘El Patrón’, de quien todavía se habla bajito en Colombia. Pero su sepulcro se ha convertido en una especie de altar dentro del cementerio Jardines Montesacro, en el municipio antioqueño de Itagüí.  Allí se hacen ‘ofrendas’ con ‘coca’ y sahumerios con marihuana, se reza y se implor

El amor no enviuda

El perfume del amor disimulaba la hediondez amoniacal del desbuchadero donde José Mero vio por primera vez a la mujer de su vida. Entre tripas de pescados y despojos marinos conoció a Orlanda Palma. Ambos tenían 15 años y la pobreza los juntó en aquel lugar de la playa de Tarqui,  Manta , donde la pestilencia laceraba las fosas nasales. Él trabajaba destripando pescados y ella llegaba a regatear el marisco, que a veces no podía pagar. En lugar de flores, José le regalaba el pescado que guardaba bajo la mesa embadurnada de escamas. Se acuerda y suelta una risita, aún enamorado, con un gesto tímido que ruboriza su rostro tostado por el sol y opaco por el dolor. Nunca, en 38 años, se había separado de su ‘gordita’, hasta el 16 de abril de 2016. La fecha lo despedaza. Empapa con sus lágrimas la bufanda azul con la que oculta la fístula en su cuello. Recordar aquel día atropella sus palabras. Lo perdió todo: la casa que de a poco construyó en 30 años con ayuda de Orlanda y a todos

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